Apenas un día antes del Día Internacional de la Tierra, el mundo recibió la noticia del fallecimiento del Papa Francisco. Líder de la Iglesia Católica desde 2013, su figura fue una de las más disruptivas en un Vaticano aferrado a tradiciones que, durante siglos, dieron la espalda a la crisis ecológica que hoy amenaza la vida en el planeta.
Sin embargo, uno de los legados más audaces del pontificado del argentino fue Laudato Si’, la encíclica publicada en 2015 en la que colocó por primera vez el cambio climático, la destrucción ambiental y la pobreza en el centro del magisterio papal. Un documento incómodo, incluso dentro de su propia institución.
Inspirado en San Francisco de Asís —el “santo de la ecología” y figura que da nombre al Papa— Laudato Si’ es, en palabras del propio Francisco, una llamada urgente a cuidar “nuestra casa común”. Pero no como un simple reciclaje del mensaje cristiano, sino como una denuncia frontal al modelo económico que mata, contamina, excluye y convierte en mercancía hasta el agua potable.
El Papa no se guardó nada: arremetió contra el “paradigma tecnocrático” que somete a la naturaleza y a los pueblos, denuncia la “cultura del descarte” que convierte en basura tanto a las personas como a los ecosistemas, y vincula la crisis climática con la crisis de sentido que arrastra el mundo moderno.
“La tierra, nuestra hermana, clama por el daño que le provocamos”, escribió. Y no era metáfora. Francisco fue más lejos que muchos líderes políticos del último tiempo y declaró el clima como un bien común global, defendió el agua como derecho humano, y vinculó directamente la pobreza con el colapso ambiental.
Como era de esperar, la postura ecológica de Francisco no cayó para nada bien. Muchos dentro del Vaticano y de la jerarquía eclesiástica vieron con incomodidad su denuncia del extractivismo, su cercanía con científicos críticos del capitalismo y su disposición a hablarle al mundo laico en sus propios términos.
Porque Laudato Si’ no es una homilía piadosa, es un manifiesto político. Llama a una “conversión ecológica”, sí, pero también a transformar los sistemas de producción, a repensar la economía, a cuestionar las estructuras de poder que permiten que unos pocos se enriquezcan destruyendo lo que es de todos.
Y aquí radica una de sus contradicciones: el mensaje revolucionario de Francisco convivió con una Iglesia que aún guarda silencio ante los intereses mineros, que negocia con los poderosos y que no siempre ha estado a la altura de su propio discurso ambiental.
En pleno 2025, a diez años de su publicación, la encíclica Laudato Si’ sigue siendo uno de los textos más lúcidos y valientes escritos desde el poder religioso sobre la crisis climática. Pero también es un recordatorio de lo mucho que se ha demorado la Iglesia —y el mundo entero— en tomar en serio lo que la ciencia y los pueblos originarios vienen diciendo desde hace décadas: el planeta está en peligro, y el problema no es técnico, es ético y político.
Hoy, Día de la Tierra, mientras los templos celebran misas en honor a Francisco, vale preguntarse: ¿será su legado ecológico asumido por la Iglesia con la misma fuerza con que fue escrito? ¿O será metido en un cajón como tantos otros llamados incómodos al cambio?
Porque si algo nos enseñó Francisco es que cuidar el planeta es también un acto de justicia. Y que ningún dogma, poder ni mercado puede estar por encima de la vida.