Una de las mini series de Netflix más vistas por la audiencia este año ha sido «Adolescencia”, la cual ha sido ampliamente comentada y causado un impacto significativo en todo el mundo. Esta además de ser una serie que impacta por su formato de grabación y gran actuación de los personajes, describe una realidad potente sobre la adolescencia y aborda una reflexión necesaria sobre la importancia de esta etapa tanto en la dinámica familiar, como en la sociedad.
Adolescencia no solo retrata con crudeza y sensibilidad las experiencias de niños, niñas y adolescentes (NNA), sino que también nos interpela como sociedad al poner sobre la mesa temas urgentes y profundamente actuales como la ciberviolencia y el bullying; el machismo, la machosfera o manosfera y la misoginia; las masculinidades hegemónicas, el abuso y violencia escolar; junto a la enorme distancia y desconexión que existe entre el mundo adulto y la adolescencia.
Aunque se trate de una historia ficticia, lo que muestra es profundamente real: expone la vulnerabilidad de los NNA frente a las redes sociales, la normalización de la ciberviolencia, y la enorme brecha emocional que existe con los adultos que los rodean. Estos no son temas lejanos ni ajenos, y deberían ser motivo de reflexión constante en todas las familias, escuelas, espacios formativos y en todo lugar que se relacione con infancia y adolescencia. Porque más allá de la pantalla, lo que se revela es una pregunta incómoda pero necesaria: ¿cuándo dejamos de recordar lo que sentíamos cuando también fuimos niños, niñas y adolescentes?
Antes de adentrarnos en los hechos particulares que presenta la serie, es importante detenernos a reflexionar sobre la adolescencia como una etapa vital de relevancia para todas las personas. Se trata de un periodo que, sin excepción, todas y todos vivimos en algún momento, y que marca profundamente nuestra construcción personal y humana (nuestra identidad), pero que pareciera que olvidamos con el paso del tiempo.
Por ello, es fundamental comprender las distintas experiencias que atraviesan las y los adolescentes, sin prejuicio ni ironía, visibilizando sus vivencias. No solo porque compartimos espacios cotidianos con quienes están en esta etapa, sino también porque quienes hoy somos personas adultas pasamos por ella, probablemente, mucho más recientemente de lo que creemos y aquello debería ser digno de empatizar con quienes atraviesan actualmente por ese proceso. Pero no es así, la distancia entre el mundo adulto con el de NNA es el principal responsable de lo que ocurre en la vida de ellos y ellas y particularmente de lo ocurrido en la serie.
No olvidemos que Jamie tiene 13 años
Para contextualizar, Jamie Miller es un niño inglés de 13 años que pertenece a una familia funcional, estilo clase media en Chile, con una mamá, un papá y una hermana mayor. Aparentemente, se trata de un niño querido y acompañado por su entorno familiar. Este detalle no es menor, ya que hubiera sido mucho más sencillo construir un personaje que encarnara el estereotipo del niño infractor de ley: proveniente de un centro de protección, de un barrio vulnerable, rodeado de drogadicción y delincuencia. Ese camino, aunque dramático, habría sido más predecible y superficial.
Sin profundizar del todo en esa temática, vale la pena detenerse a reflexionar: ¿habría tenido el mismo impacto si el protagonista fuera un niño del SENAME, completamente abandonado por el sistema? En la actualidad, cuando vemos a un joven robar o incluso asesinar, lo primero que pensamos es en castigo y cárcel, no en su historia ni en la posibilidad de rehabilitación desde el entorno familiar, menos nos detenemos a pensar en el duelo que detrás de una familia, porque asumimos similitudes entre el infractor y ella. ¿Nos habría conmocionado de la misma manera entonces? Probablemente no. Y ese es justamente uno de los aciertos más potentes de la serie: nos enfrenta a un caso cotidiano, cercano, que rompe el prejuicio de que los conflictos más graves sólo ocurren en contextos extremos. La vida de un niño de 13 años recién se vuelve relevante para el sistema cuando comete un crimen. Y para entonces, muchas veces, ya es demasiado tarde.
Jamie, a diferencia del estereotipo mencionado anteriormente, vive la vida de un niño de 13 años común y corriente, como tantos otros en distintas partes del mundo. Su historia no ocurre en un contexto de carencias extremas ni de exclusión social, sino en el seno de una familia que, como muchas, cree que ciertas situaciones no les pueden afectar porque cuentan con los recursos necesarios para prevenirlas. Y lo cierto es que Jamie los tenía: una familia presente, estabilidad económica y un entorno funcional. Justamente ahí radica la fuerza del relato, en mostrarnos que estas realidades no están tan lejos como solemos pensar.
Sin embargo, en la serie, Jamie es acusado de asesinar a su compañera de curso, un crimen brutal cometido con múltiples heridas que marca el inicio de una trama profundamente dura y compleja. Lo más llamativo es que la historia se construye desde la mirada del victimario, no desde la víctima, como suele ser habitual en narrativas de este tipo. De hecho, en ningún momento se muestra directamente el sufrimiento de la familia de la niña asesinada. Ese vacío se representa parcialmente en el dolor de su mejor amiga, pero la serie elige centrarse casi por completo en Jamie: en su responsabilidad como agresor, pero también en su condición de víctima de un sistema que no supo ver ni contener a tiempo.
Este enfoque es intencional y se vuelve evidente en una escena clave, donde una funcionaria policial expresa su frustración al señalar que, con el tiempo, todos recordarán a Jamie, el victimario, mientras que el rostro y la historia de la niña asesinada quedarán en el olvido. A diferencia de otras series, aquí se nos permite entrar en la vida del agresor para preguntarnos qué lo llevó a cometer ese acto, cuál era su entorno escolar, su mundo emocional, y cómo su familia enfrenta el dolor de perder a un hijo de esa manera. Un hijo que, además, se ha convertido en el causante de que otra familia pierda para siempre a una hija.
De esta forma, se presenta un retrato muy certero del funcionamiento del sistema penal para menores, que en Inglaterra, a diferencia de Chile, la imputabilidad comienza a los 12 años. Es decir, desde esa edad un niño puede ser considerado legalmente responsable de un delito. A lo largo de la trama, se evidencia un sistema fuertemente punitivo, que busca sancionar y hacer responsable al menor por lo ocurrido, pero que al mismo tiempo deja en evidencia sus propias limitaciones, especialmente en materia de prevención. Se muestra así una tensión constante entre la necesidad de justicia y la falta de herramientas para abordar de manera anticipada los factores que pueden llevar a un niño a cometer un acto tan grave.
Por otro lado, he escuchado con frecuencia la idea de que Jamie actúa motivado por un supuesto trastorno de base, algo con lo que podemos coincidir o no. Sin embargo, en mi opinión, aunque no deberíamos descartar del todo esa posibilidad, patologizar siempre el crimen puede llevarnos a justificar, en primer lugar, el acto mismo, y en segundo, a desviar la atención de todo lo que hemos venido reflexionando: la profunda responsabilidad que tiene el mundo adulto frente a lo que están viviendo las y los adolescentes.
Al centrar la explicación únicamente en una patología individual, corremos el riesgo de invisibilizar el contexto social, escolar, familiar y emocional que rodea a estos jóvenes. Además, se diluye la discusión sobre el rol que juega un Estado que sigue operando desde una lógica profundamente punitiva, sin fortalecer las políticas de prevención ni los espacios de contención reales para la infancia y adolescencia. La serie, en este sentido, nos empuja a cuestionar no solo al victimario, sino también a los sistemas que lo rodearon y que fallaron en anticiparse.
La distancia del mundo adulto
He visto muchas reflexiones en redes sociales que apuntan a las nuevas tecnologías y plataformas digitales como responsables de esta creciente distancia entre adultos y adolescentes, como si la distancia se tratara de un fenómeno reciente, asociado exclusivamente a los “nuevos riesgos” que enfrentan NNA en la actualidad. Y si bien es cierto que las redes sociales han amplificado la exposición de las y los jóvenes a problemáticas como la salud mental, el acoso, la sobreinformación y el peligro de la manosfera, temas que, sin duda, deben ser abordados, me parece necesario dirigir también la mirada hacia otro punto.
La distancia entre el mundo adulto y la adolescencia no es nueva. Ha existido históricamente, generación tras generación, y lo complejo es que los adultos, quienes son en gran parte responsables de esa brecha, muchas veces se resisten a reconocerlo. Una y otra vez, las generaciones adultas han mantenido una desconexión emocional, comunicacional y afectiva con sus hijos e hijas, repitiendo los mismos patrones de incomprensión, silencios y falta de escucha. Esta fractura no la provocaron las redes sociales: ya estaba ahí mucho antes. La diferencia es que hoy, esa distancia es más visible y, por lo mismo, más urgente de asumir y transformar.
En términos psicológicos y del desarrollo, la adolescencia es una etapa ampliamente conceptualizada y estudiada. Sin embargo, el mundo adulto muchas veces no se ha dado el tiempo, ni ha hecho el esfuerzo, de comprender realmente los cambios y procesos profundos que vive el ser humano en esta fase. Particularmente, Jamie se encuentra justo en el tránsito entre la adolescencia temprana y la adolescencia media, enfrentando una serie de transformaciones físicas, emocionales y cognitivas que todas las personas atravesamos al crecer.
A pesar de ello, seguimos preguntándonos con desconcierto por qué los y las jóvenes enfrentan tantas problemáticas en su vida diaria, como si no existieran explicaciones claras sobre los desafíos propios de esta etapa. La desconexión radica, precisamente, en la falta de empatía y comprensión por parte de los adultos, quienes muchas veces olvidan que también pasaron por ese mismo proceso y que, lejos de ser simples cambios biológicos, la adolescencia implica una profunda reconfiguración de la identidad, el sentido de pertenencia y la relación con el entorno.
De esta forma, existe una especie de ego adulto que se activa en el momento en que pasamos a ser considerados ciudadanos “plenos”, y que nos lleva a una incomprensión casi total de la adolescencia, como si se tratara de una etapa ajena, lejana o superada. Desde ese lugar, tendemos a idealizar el pasado, repitiendo la idea de que “todo tiempo pasado fue mejor”, y con ello perpetuamos un patrón generacional que no hace más que juzgar y desacreditar el actuar de las nuevas generaciones. Esta situación, por cierto, cuesta mucho aceptarla, porque es parte de ese ego adulto que perpetúa la distancia.
Este juicio constante genera una falta de empatía, invisibiliza las vivencias de niñas, niños y adolescentes, y contribuye a una peligrosa inacción frente a sus problemáticas. Se observa así una actitud de indiferencia, de pasividad, que no puede desligarse del modelo individualista y capitalista en el que vivimos. Vivimos en un sistema que refuerza la desconexión intergeneracional, que promueve la competencia por sobre el cuidado, y que claramente es responsable, al menos en parte, de la escasa prevención, contención e involucramiento real con la vida de las y los jóvenes.
Uno de los momentos más reveladores de la serie ocurre cuando Adam, el hijo del policía y compañero de escuela de Jamie, conversa con su padre para ayudarlo a comprender el lenguaje cibernético propio de los adolescentes. Esa escena pone en evidencia no solo la distancia generacional, sino también la desconexión profunda entre el mundo adulto y el universo juvenil. El lenguaje digital, aparentemente trivial para los adultos, se convierte en una clave simbólica que muestra cuán ajenos estamos a las formas en que las y los jóvenes se relacionan, expresan y construyen identidad hoy en día.
En ese diálogo, también queda claro que el policía, como adulto, no entiende del todo a su propio hijo. Aunque Adam parece tener más recursos personales y familiares que Jamie, la dinámica entre ambos sigue siendo la misma: un padre que quiere imponer su visión sin escuchar realmente, y un hijo que busca ser comprendido y validado. El impacto que sufre el policía al enfrentar la realidad de que un niño de la misma edad y contexto que su hijo haya cometido un crimen tan grave, lo sacude profundamente. Ese quiebre se manifiesta en el cambio sutil pero significativo entre la escena inicial, una llamada fría y distante, y la escena final del segundo capítulo, cuando lo invita a comer, iniciando un gesto de acercamiento. Implícitamente, es posible que en ese momento el padre se pregunte: ¿Esto le podría pasar a mi hijo? ¿Qué puedo hacer a partir de ahora para evitarlo? Esa pregunta, silenciosa pero potente, refleja el despertar de una conciencia adulta que empieza, por fin, a escuchar.
Un sistema escolar colapsado
En el segundo capítulo de la serie, una escena clave ocurre cuando la policía llega al colegio de Jamie. Este momento permite visibilizar de forma cruda la dinámica de la comunidad escolar y las tensiones que atraviesan tanto a profesores como a estudiantes. Lo que se observa no es solo el impacto de un hecho violento en la escuela, sino también un reflejo de una institución desbordada: docentes colapsados emocionalmente, estudiantes con actitudes desafiantes o desconectadas, situaciones de bullying normalizadas y una sensación general de caos e incomunicación. La serie no exagera, más bien, lo que hace es retratar una realidad que muchos establecimientos viven a diario en nuestro país y el mundo.
Sin embargo, este escenario no es resultado de la falta de compromiso de un grupo particular, en este caso de las y los docentes, sino de un problema estructural mucho más profundo. Nuestro sistema escolar, al igual que el de otras partes del mundo está saturado, precarizado y mal diseñado para responder a las complejidades del mundo actual. Se le exige a las y los docentes que sean no solo educadores, sino también psicólogos, asistentes sociales, cuidadores emocionales, mediadores y muchas veces, sustitutos parentales. Todo esto, con escasos recursos, jornadas agotadoras y escaso reconocimiento. La responsabilidad del bienestar de NNA recae casi exclusivamente sobre sus hombros, mientras el sistema, en su conjunto, no les entrega el apoyo necesario.
De esta forma, la serie, con sensibilidad y realismo, logra mostrar que no se trata de una falla puntual, de un mal docente o de un estudiante problemático. Se trata de un sistema que, sencillamente, está mal diseñado, y que deja a todos, profesores, estudiantes, familias, desamparados frente a crisis que ya no pueden seguir siendo ignoradas.
Además, deja en evidencia que la responsabilidad por lo ocurrido con Jamie no recae en un solo actor o institución, sino que se distribuye en múltiples niveles del sistema. No es posible reducir el problema a una causa individual o a un fallo aislado. Por el contrario, lo que se revela es una trama compleja de responsabilidades compartidas: la familia, la escuela, los servicios de salud mental, el Estado, los medios de comunicación y, en general, toda la estructura social que rodea a NNA.
Desde esta perspectiva, el caso de Jamie debe analizarse desde una mirada macrosocial que permita comprender cómo interactúan estos distintos factores. La serie nos invita a dejar atrás la búsqueda de un único culpable y a observar, en cambio, cómo un entramado de negligencias, omisiones y desconexiones contribuye a que una tragedia como esta se vuelva posible. La prevención, el acompañamiento y el cuidado no pueden depender exclusivamente de uno de estos actores; es necesario un enfoque integral que asuma que el bienestar de la niñez y la adolescencia es una responsabilidad colectiva.
La psicóloga como personaje crucial
El capítulo centrado en la psicóloga es, sin duda, uno de los más logrados y reveladores de la serie. No solo destaca por las actuaciones de los personajes, sino también por la profundidad con que representa el trabajo de la psicología en el ámbito jurídico, la cual es una disciplina que muchas veces opera en la tensión entre el acompañamiento emocional y el rol técnico que se juega dentro de un proceso judicial.
Desde el primer momento del episodio, la psicóloga se muestra empática, cuidadosa y conectada con Jamie de una manera que ningún otro adulto había logrado hasta ese punto. El gesto de llevarle medio pan a Jamie, recordando sus preferencias, es un acto simbólico relevante, porque demuestra atención, escucha y humanidad en un contexto altamente institucionalizado y hostil. Esa acción, por más pequeña que haya sido, funcionó como un intento por romper la barrera del silencio que había tenido Jamie hasta el momento, generando un vínculo en medio de la frialdad del proceso judicial.
Sin embargo, a medida que Jamie se cierra y se niega a responder, la psicóloga debe cambiar de estrategia y adoptar un tono más técnico, incluso más duro, lo que va reflejando el delicado equilibrio que deben mantener quienes trabajan en este ámbito para contener y comprender, pero también para esclarecer y delimitar las responsabilidades correspondientes.
Es durante esta sesión que afloran los temas de interés nombrados en un inicio, los cuales enriquecen la comprensión del caso. Por un lado, se revela que Jamie era víctima de ciberacoso por parte de sus compañeros y compañeras, lo que no solo da contexto a su estado emocional, sino que también muestra una problemática real y creciente en la vida de adolescentes: el hostigamiento digital, muchas veces invisibilizado por los adultos. Por otro lado, se empieza a evidenciar el uso de un lenguaje violento, misógino y despectivo entre los jóvenes, dejando ver cómo el machismo y la manosfera operan con fuerza desde temprana edad. Esto se insinúa desde el primer capítulo, con el tipo de contenido que jamie consumía en internet y es profundizado aquí con claridad.
Lo interesante es que la serie no se queda en las categorías clásicas de análisis psicológico como la agresividad, el trauma o la disociación, sino que incorpora conceptos contemporáneos que permiten una lectura más actualizada como el ciberacoso, la masculinidad tóxica y hegemónica, la presión de grupo, la construcción de identidad a través de las redes sociales. Todo esto hace más compleja la figura de Jamie y lo acerca a muchos adolescentes reales. Desde la psicología, esta escena permite abordar no solo a Jamie como protagonista, sino también a una generación entera que está creciendo en medio de discursos violentos, y una machosfera creciente en términos virtuales. Masculinidades con vínculos rotos y una fuerte presión por cumplir con estereotipos patriarcales que los empujan a ver a las mujeres como objetos, a ocultar sus emociones, y a responder con violencia frente a la frustración.
De acuerdo con lo planteado más arriba a partir de lo que se observa en la serie, y considerando la intensidad de la agresividad que expresa Jamie, podría ser posible abrir la hipótesis y como lo han hecho algunos especialistas de que podría existir un trastorno de base que explique, en parte, su comportamiento. Sin embargo, como mencioné anteriormente, es fundamental tener cuidado con este tipo de diagnósticos, ya que la serie no entrega suficiente evidencia para afirmarlo con certeza, siendo la patologización excesiva corre un riesgo para desresponsabilizar al entorno.
Aquí, lo relevante no es etiquetar a Jamie, sino entender cómo factores individuales, familiares, escolares y sociales se entrelazan en la construcción de una personalidad que responde con violencia frente a situaciones que no logra procesar emocionalmente. Esto refuerza la necesidad de intervenciones tempranas e integrales, que no solo miren al niño como paciente, sino que analicen críticamente el ecosistema que lo rodea.
Este capítulo, entonces, no solo aporta información clave para el desarrollo de la historia, sino que también interpela al espectador sobre cómo el machismo, la violencia simbólica y la desconexión adulta operan como factores de riesgo silenciosos pero potentes en la vida de los jóvenes.
Una familia que hace lo posible para no quebrarse junto a su hijo
La escena de la familia, grabada aproximadamente trece veces antes de llegar a la versión final que vimos, es una de las más conmovedoras y significativas de toda la serie. Nos muestra a una familia aparentemente común, es decir, desayunan juntos, celebran el cumpleaños del padre, conversan y conviven. Nada en ese hogar parece fuera de lo normal.
El hecho de que justo ese día sea el cumpleaños del padre de Jamie le da una carga emocional aún más fuerte, porque nos recuerda que esta tragedia en particular, no irrumpe solo en un contexto extremo, sino en lo cotidiano, de lo que podríamos llamar una familia “funcional” y dentro de lo que socialmente se considera normalidad. La escena refleja la sobrevivencia después del estallido, cuando el juicio aún no ha comenzado, pero donde la familia ya ha sido rota para siempre.
Más avanzado el capítulo, podemos ver las frustraciones de los padres, visibilizando que no solo es un problema de Jamie, si no que es un problema que ha alterado todo. Con el diálogo íntimo entre los padres, encerrados en su habitación, aflora la culpa y la búsqueda desesperada de explicaciones a través de preguntas como: “¿Lo heredó de mí?”, “¿Debí haberlo detenido?”, “¿Es mi culpa como mamá?”, “¿Es mi culpa como papá?”. La escena es un espejo doloroso de tantas familias que, tras una tragedia, se preguntan en qué momento fallaron, sin encontrar respuestas claras al respecto.
Sin embargo, un adolescente que comete un crimen de esta magnitud no lo hace solo porque “algo está mal en él”. Sino, porque un sistema completo falló. Fallaron los padres, falló la escuela, falló la comunidad, falló el Estado. No podemos reducir esta tragedia a una historia individual ni a la culpa exclusiva de una familia. Es una muestra brutal de que habitamos un sistema profundamente disfuncional, que como he nombrado, está preparado para castigar, pero no para prevenir. Que reacciona cuando es demasiado tarde, que patologiza y criminaliza, pero no escucha, no acompaña, no contiene. La vida de un adolescente de 13 años no se vuelve relevante hasta que comete un crimen y se convierte en un “caso judicial”.
El momento más impactante para muchos espectadores llega al final, cuando el padre de jamie se despide de su hijo en la celda. Lo arropa simbólicamente envolviendo su peluche, y no a él directamente. Le pide perdón: “Lo siento, hijo, debí haberlo hecho mejor”. Es una escena desgarradora, porque ese peluche nos recuerda que Jamie sigue siendo un niño. Un niño que no fue escuchado a tiempo, que no fue visto, que quedó atrapado en medio de las demandas adultas, del estrés cotidiano, de la desconexión emocional y de un sistema patriarcal imperante, víctima de los peligros de la manosfera y la masculinidad tóxica y hegemónica.
De esta forma, la serie nos muestra, de forma delicada pero contundente, un adolescente quebrado pero que con él también lo hizo su familia. El quiebre de Jamie no es solo el momento del crimen, sino un proceso silencioso de fractura emocional que se venía gestando mucho antes, sin que nadie pudiera o supiera verlo a tiempo. Su desconexión, su dolor, su rabia contenida, no aparecieron de la nada; fueron el resultado de múltiples factores que se acumularon hasta que estallaron. Pero ese estallido no fue individual: arrasó con su núcleo familiar, con las certezas de sus padres, con la seguridad de una vida «normal».
La familia de Jamie, al igual que él, finalmente queda devastada. No solo pierden al hijo que conocían, sino también la imagen de sí mismos como padres, como cuidadores, como referentes. Se enfrentan a un duelo complejo: no solo el del hijo que ya no volverá a ser el mismo, sino el de una historia familiar que se rompe, y que ahora deben reconstruir entre la culpa, el dolor y la incomprensión. Así, la serie acierta en mostrar que cuando un niño cae, no lo hace solo. Lo hace arrastrando consigo a todo lo que lo sostenía o intentaba sostenerlo, pero en silencio.
La realidad tras la serie
Luego de un análisis exhaustivo sobre la incomprensión del mundo adulto hacia la adolescencia, es necesario afirmar que vivimos en un mundo donde cada vez se nos hace más difícil ser amables. La empatía, la escucha activa y el cuidado mutuo se han ido erosionando, reemplazados por el estrés, la prisa y la desconfianza. Esta desconexión emocional se transmite también hacia quienes no forman parte del mundo adulto, especialmente a NNA, generando una fractura generacional que obstaculiza la construcción de vínculos reales y sostenidos. Esa falta de sensibilidad interrumpe el diálogo, impide el acompañamiento genuino y deja a muchos jóvenes sin referentes afectivos con quienes puedan compartir sus miedos, deseos y angustias. Por eso la confianza debería ser una de los pilares fundamentales para mejorar esta situación, pero esta se desarrolla sólo entendiendo y saliendo del mundo adulto apático del cual tanto nos cuesta salir.
En este contexto, el mundo adulto no puede limitarse a estar informado sobre los procesos de desarrollo adolescente. Es necesario ir mucho más allá e involucrarse con empatía, con verdadera disposición a escuchar, comprender y acompañar. Comprender sus alegrías, temores, frustraciones y anhelos no es un acto de condescendencia, sino una responsabilidad social. Solo así es posible construir espacios respetuosos, afectivos y seguros que reconozcan la voz adolescente como parte esencial del tejido social.
Como se nombró, una de las grandes fallas del mundo adulto es su tendencia a olvidar: olvidan que alguna vez fueron niñas y niños, que transitaron por la adolescencia, que también buscaron respuestas, identidad, contención. Olvidan, incluso, que algún día serán personas mayores. Esa desconexión con su propio recorrido vital contribuye a una distancia emocional hacia todas las etapas del desarrollo humano.
Estoy convencida de que esta desconexión no es casual ni inocente. Está alimentada por un sistema patriarcal y capitalista que impone altos niveles de estrés, angustia y precarización emocional, dejando poco espacio para la reflexión, el autocuidado y los vínculos profundos. La distancia del mundo adulto no es solo con la adolescencia, es con toda experiencia vital que no encaje en la productividad o el control. Sin embargo, la adolescencia es una etapa particularmente crítica, porque es ahí donde se definen los pilares fundamentales del desarrollo subjetivo: el sentido de identidad, la autovaloración, la representación de quiénes somos y quiénes queremos ser. Todo esto ocurre mientras enfrentan cambios físicos y emocionales intensos, potenciados muchas veces por la tensión del entorno y la indiferencia adulta.
Por supuesto, nada de esto justifica el acto cometido por Jamie. No se trata de relativizar un crimen, sino de entender que ese acto es el resultado de múltiples fallas acumuladas. No basta con señalar al patriarcado, al capitalismo o al estrés como culpables si no asumimos la responsabilidad de transformar esas estructuras. Lo que sí podemos afirmar es que existe un abandono sistemático hacia la adolescencia. Un abandono que se expresa en la falta de acompañamiento, en la desconexión afectiva, en la incapacidad de comprender el lenguaje y los códigos juveniles, y en una justicia que se enfoca cada vez más en la sanción que en la prevención.
En este sentido, y contextualizando con lo que ocurre en Chile, el problema no es solo la punitividad del sistema judicial, con su afán de reducir la edad de imputabilidad, sino también la ausencia de políticas preventivas reales, integrales y humanizantes. Prevención no es solo evitar delitos; prevención es generar entornos familiares donde se escuche, donde se comprenda; es construir escuelas que acompañen y no solo controlen; es tener adultos disponibles emocionalmente, capaces de anticiparse al dolor antes de que se convierta en violencia. La prevención comienza en la empatía cotidiana, en el cuidado sostenido, en la presencia activa. Y es ahí donde el mundo adulto tiene que dar un paso adelante y hacerse cargo, no después del desastre, sino antes.
El Estado, desde una lógica punitiva, tiende ante estas situaciones a responder restringiendo libertades o imponiendo sanciones, lo mismo hacen los cuidadores, padres y madres, pero ese no debe ser el camino. No se trata de restringir, sino de hacernos cargo del problema de manera responsable, desde la escucha activa, el acompañamiento y la prevención. Restringir y controlar es precisamente lo que busca el sistema punitivo. En cambio, lo que necesitamos es comprender, intervenir a tiempo y abrir espacios reales de contención y diálogo. El propósito de la serie es precisamente invitarnos a reflexionar profundamente sobre la urgencia de mirar ahora y directamente lo que está ocurriendo con las niñas, niños y adolescentes a nivel global. Es hora de dejar de mirar hacia otro lado y asumir el compromiso con ellos y ellas.
Me habría gustado profundizar en el fenómeno de la manosfera, que, en este caso en particular es crucial para entender el por qué detrás del caso de Jamie, pero considero que es un tema que requiere un espacio propio de análisis y reflexión más extenso.
En definitiva, la serie no solo nos confronta con el horror de un crimen cometido por un adolescente, sino que nos obliga a mirar de frente las fallas estructurales de una sociedad que ha abandonado progresivamente su responsabilidad con la niñez y la adolescencia.Nos muestra, con crudeza y sensibilidad, que los actos más extremos no surgen en el vacío, sino que se incuban en el silencio, la indiferencia y la desconexión del mundo adulto. Jamie no es sólo un adolescente que cometió un crimen, es el reflejo de un sistema que no supo escuchar, contener ni prevenir. Y ese es el mayor desafío que nos plantea esta historia: dejar de mirar desde la distancia y empezar a involucrarnos con compromiso, empatía y responsabilidad en la vida de las y los adolescentes. Porque mientras sigamos actuando solo cuando es demasiado tarde, seguiremos fallando. Y no fallamos solo a una persona, fallamos como sociedad.